Abba es bastante común en la onomástica hebrea (Abimelec,
Abner, Abdénago, Eliab, etc.), pero el israelita piadoso nunca se atreve a dirigirse a Yahvé
en oración con el vocativo «Abba». Jesús usó probablemente esta palabra muchas veces, de
lo cual dan testimonio los pasajes redactados en griego en los que leemos: «Padre», «Padre mío», y también «mi Padre». La expresión aparece más de 250 veces en el NT y denota una
manifestación de plena confianza, intimidad y adhesión a la voluntad de Dios, que Jesús
quiere comunicar a sus discípulos. Era un término que formaba parte del lenguaje familiar
y no aparece en la literatura profana ni rabínica de la época en el sentido utilizado por Jesús
para referirse a Dios, de lo que se puede deducir que es una característica de su manera de
expresarse. Los judíos a veces invocaban a Dios como abí, mientras que al padre terreno le
llamaban abba, distinguiendo con cuidado extremo ambas paternidades. Jesús, de manera
desconcertante, comienza a llamar abba a Dios. En toda la extensa literatura de plegarias
del judaísmo antiguo, litúrgicas o privadas, no se halla un solo ejemplo en el que se invoque
a Dios como abba. Incluso fuera del ámbito de la oración el judaísmo evita conscientemente
el aplicar a Dios la palabra abba, que es el equivalente de nuestro «papá». En los tiempos de
Jesús la palabra había saltado del lenguaje infantil al familiar y no solo los niños, sino
también los muchachos y adolescentes llamaban abba a sus padres, si bien únicamente en
la máxima intimidad del hogar, nunca en público.
Talmud de Babilonia
Según el Talmud de Babilonia, abba es la
palabra que pronuncia el niño cuando rompe a hablar, «cuando deja el pecho y comienza a
comer pan». Llamar con esa palabra infantil a Dios les hubiera parecido una gravísima
irreverencia carente de todo respeto. Por eso hasta en los Evangelios Abba se usa siempre
acompañada de su respectiva traducción «Padre». «A causa de la sensibilidad judía, habría
sido una falta de respeto y, por tanto, algo inconcebible dirigirse a Dios con un término tan
familiar. Que Jesús se atreva a dar este paso significa algo nuevo e inaudito. Él hablaba con
Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, con la misma ternura, con la misma
seguridad. Cuando Jesús le dice a Dios Abba, nos revela el corazón mismo de su relación
con Él.
Es posible ver en el lenguaje peculiar con que Jesús se dirigía a Dios una clara
manifestación de su conciencia personal de filiación natural divina (Mc. 13:32). En varios
textos se advierte el uso singular que hacía Jesús del término abba: no solo en la invocación
que Marcos transcribe literalmente del arameo para añadir de inmediato su traducción
griega (Mc. 14:36), sino también en la calificación de «Padre mío» (14 veces en Mateo, cuatro
en Lucas y 25 en Juan.). Jesús tiene conciencia de ser Hijo de Dios de un modo especial, su
relación filial es única, hasta el punto de que utiliza la fórmula diferente «Padre nuestro»
dirigida a los discípulos (Lc. 11:13).
El uso de «Padre nuestro», por su parte, es solo para los
discípulos, ya que se trata de una oración que Jesús les enseñó (Mt. 6:9). Cuando exclama
abba, manifiesta su conciencia de no ser un hombre como los demás, sino de ser «Hijo de
Dios», sin dejar de ser hijo del hombre.
Así pues, Abba encierra las notas de intimidad, confianza y amor, pero expresa también
identidad con Dios, motivo de la condenación de Jesús: «No es por ninguna obra buena por
lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado: pues tú, siendo hombre, te haces
Dios» (Jn. 10:34); tal pretensión resultaba absurda e inconcebible para sus
contemporáneos.
Jesús nos revela a Dios como Padre y nos muestra su corazón (Jn. 10:15). Tiene un
conocimiento íntimo del Padre, igual que el Padre lo tiene de él, por lo cual puede darlo a
conocer. Esta revelación de Jesús es superior a la de Moisés y a la de los profetas (Jn.
1:17). La gran novedad de la revelación del Nombre de Dios como Padre por parte de Jesús
(Jn. 17:6) es que la palabra «Padre» no se refiere al hecho de que Dios sea el Creador y Señor del hombre y del universo, sino a que ha engendrado a su Hijo unigénito, Jesucristo,
el cual se convierte en hermano mayor de todos sus discípulos, adoptados mediante la fe en
la familia de Dios (Ro. 8:28-30).
Y si la palabra abba en los labios de Jesús ha sorprendido a
los discípulos, mucho más les maravilla que les enseñe a invocar a Dios con ella. Jesús a lo
largo de todo el Evangelio les revela que Dios es su Padre, que quienes creen en él son hijos
de Dios y pueden invocarle al igual que él llamándole «Abba, Padre» (Ro. 8:15; Gal. 4:6). Los
creyentes, por tanto, han de tener para con Dios una actitud verdaderamente filial y han de
transfigurarse según la imagen de su Padre celestial, a través de la obra redentora de su
Hijo Jesucristo. Para la primitiva comunidad cristiana Dios es ante todo «el Padre de
nuestro Señor Jesucristo» (cf. 2 Cor. 1:3; 2 Cor. 11:31; Ef. 1:3,17; Ro. 15:6; Col. 1:3; 1 P. 1:3).
Al ser hermanos en Cristo, los cristianos son hechos en él hijos del Padre (cf. 1 Tes. 1:3;
3:11-13; 2 Tes. 1:1; 2:16).
La Iglesia primitiva, para no escandalizar a los neófitos y los visitantes causales en las
asambleas cristianas, solía hacer la siguiente introducción: «Siguiendo las enseñanzas de
Jesús nos atrevemos a decir: Padre nuestro...», aclarando así que empleaban esta expresión
no por iniciativa propia, sino por sumisión a su Señor.