El Espíritu de Adopción

En el Nuevo Pacto aparece la imagen de la adopción como ilustración de una verdad espiritual, pero únicamente en los escritos de Pablo. Ejemplifica un acto de la libre gracia de Dios mediante el cual el pecador justificado por la fe es recibido en la familia divina, hecho heredero con Cristo y hermano suyo.

Espíritu de Adopción

En Cristo Jesús y mediante sus méritos expiatorios los creyentes reciben «la adopción de hijos» (Gal. 4:4-5). El Espíritu Santo incorpora a Cristo a los nuevos miembros de la familia de Dios y por eso es propiamente llamado el «Espíritu de adopción» (Ro. 8:15). Algunos de los privilegios de este estado de adopción son el espíritu de libertad de que disfruta el creyente como heredero de las promesas; la semejanza a la imagen de Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29); el testimonio y la dirección del Espíritu Santo, por el cual los creyentes exclaman: «¡Abba, Padre!» (Ro. 8:15; Gal. 4:4); el propio Espíritu Santo, que es las arras que Dios otorga en señal de adopción en Cristo Jesús, titulo y garantía del hogar celestial (Ro. 8:14-17; 9:4; Ef. 1:4-5). 

Que los creyentes son hijos adoptivos de Dios es algo que se repite varias veces en el Nuevo Pacto bajo distintas imágenes y fórmulas; Jesús no solo enseña a los suyos a llamar a Dios «Padre nuestro» (Mt. 6:9), sino que da el título de «hijos de Dios» a los pacíficos (Mt. 5:9), a los caritativos (Lc. 6:35) y a los justos resucitados (Lc. 20:36).

El fundamento de este título de «hijos adoptivos de Dios» se encuentra en el AT y se precisa de un modo totalmente nuevo en la teología Pablo, como ya hemos señalado. La adopción filial era uno de los privilegios de Israel (Romanos 9:4), pero ahora los cristianos son hijos de Dios en un sentido mucho más amplio por la fe en Jesucristo (Gal. 3:26; Ef. 1:5). Esta doctrina también se encuentra en los escritos de Juan, fundada en la idea de un renacimiento espiritual en Dios. La persona se convierte en hijo del Padre celestial porque Dios le otorga ese priviligio cuando cree y acepta al Hijo unigénito de Dios, de tal modo que queda literal y moralmente transformado desde dentro por el mismo Espíritu de Dios: «Hay que renacer —dice Jesús a Nicodemo— del agua y del Espíritu» (Jn. 3:3-5).

 

En efecto, a los que creen en Cristo les da Dios el poder de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12). Esta adopción al estado de hijos se distingue esencialmente de toda adopción terrena. La adopción y aceptación de un hombre por parte de Dios no se limita a la concesión de cosas externas (transmisión de derechos, títulos, fortuna); es más bien una acción eficaz de Dios que afecta a la más profunda intimidad del hombre y la transforma. A quien es adoptado por Dios como hijo le es infundida la vida divina. Esta vida de los hijos de Dios es para los creyentes, una realidad actual asumida por fe, aun cuando no siempre se pueda ver externamente o el mundo la ignore (1 Jn. 3:1). 

Vendrá un día cuando se manifestará abiertamente, y entonces los creyentes serán semejantes a Dios, porque le verán como él es (1 Juan. 3:2). No se trata, pues, únicamente de un título que muestra el amor de Dios a sus criaturas, sino que en un sentido profundo, auténtico y espiritual el hombre participa de la naturaleza de aquel que lo ha adoptado como hijo suyo por pura gracia, lo cual nos es conocido únicamente a través de las promesas divinas (2 P. 2:4).

El Bautismo 

Representa de un modo gráfico la naturaleza de esa incorporación a la familia de Dios mediante la adopción en Cristo. El bautizado resume en un acto, las grandes gestas salvíficas de Dios en Cristo: muerte y resurrección a una nueva vida, a una nueva realidad. El bautizado lo libera de su condición de pecado y extrañeza de Dios y resurge de las «aguas de muerte» transformado en una nueva criatura.

También las imágenes del vestido y del vestirse conjugadas con las del bautismo ofrecen una dimensión de lo que ocurre en la adopción, por la que el nuevo miembro recibe el traje de la familia, pues quienes han sido bautizados en Cristo «han sido revestidos de Cristo» (Gal. 3:17). El bautizado recibe el vestido de la gloria, de la inocencia y de la santidad; se viste de la gloria de Cristo resucitado, se asemeja a él desde dentro. Con ese vestido es un hombre nuevo, con nuevo nombre (Col. 3:9-10; Ef. 4, 22; Ro. 13, 14). El hombre se presenta así como perteneciente al cielo, a la casa de Dios, a la familia del Padre celestial (Jn. 14:2).