Del hebreo néphesh = aliento, vitalidad. Etimológicamente se relaciona con la respiración o el aliento, entendidos como manifestación de la vitalidad del cuerpo. Por esta razón denota genéricamente el principio vital de todos los seres vivos, hombres y animales por igual.
En la Naturaleza
La palabra néphesh tiene varios matices de significado y de traducción. El alma es, propiamente hablando, el principio animador del cuerpo, «lo que tiene vida» (Génesis 2:7), y es propiedad común de hombres y animales (Génesis 1:20, 24, 30; 9:12). En Levítico 24:18, leemos: «El que hiere a algún animal ha de restituirlo, animal por animal».
Literal: «El que hiere el alma de un animal la recompensará; alma por alma». Se utiliza también con respecto a los animales inferiores en Génesis 1:21; 2:19; Levítico 11:46, pasajes en los que se traduce como «ser, animal».
La Vida en la Sangre
El alma es, por tanto, la fuente de animación del cuerpo, es decir, la vida, tanto del hombre como del animal; por ello, néphesh se traduce «vida» en Gn. 19:17; 32:30; 44:30; Ex. 21:23. Muchas veces se identifica con la sangre en tanto que es el elemento esencial para tener aliento y animación (Gn. 9:4; Lv. 17:10-14; Dt. 12:22-24), pues en hebreo, como en la mayor parte de los idiomas, se emplea la figura del derramamiento de sangre para indicar el fin de la existencia, ya que «la vida de la carne en la sangre está». En esta frase, repetida una y otra vez (Lv. 17:11, 14), la sangre representa «el alma»; y si la primera fluye al salir del cuerpo, la otra también.
En Proverbios 28:17, leemos literal. «el hombre que hace violencia a la sangre de un alma se apresurará hacia el abismo»; igualmente en Ezequiel 33:6: «Si viene la espada y arrebatare un alma de entre ellos… su sangre demandaré de manos del atalaya»; igualmente en Jonás 1:14 «Que no perezcamos nosotros por la vida de este hombre, ni pongas sobre nosotros la sangre inocente».
De Cristo se dice que derramó su alma hasta la muerte y que derramó su sangre para remisión de pecados. Es evidente que el derramamiento de su sangre fue la señal exterior y visible de la separación de su alma y su cuerpo en la muerte, su sacrificio voluntario y acorde con la voluntad de su Padre.
La Función del Alma
La primera función del alma es la de dar vida al cuerpo, y por el hecho de que la respiración es la indicación principal de vida, se denomina el alma en hebreo y otros idiomas con términos que se relacionan con los conceptos de aliento o respiración. Pero néphesh es algo más que el mero principio animador del cuerpo, pues nuestra misteriosa humanidad incluye apetitos, deseos y actos intelectuales. De esta forma, néphesh significa el centro donde radican los sentimientos, las pasiones, el conocimiento y la voluntad de cada persona (Gn. 34:3; 1 Samuel 1:15; Sal. 6:4; Is. 15:4, etc.). En la mayoría de las ocasiones en que es mencionada como tal en la Biblia, el alma designa al hombre completo, el conjunto de su personalidad, concepción basada en la observación empírica del ser humano.
El alma es inseparable del ser humano completo, es decir, se refiere al hombre vivo como unidad orgánica y psicológica. Tal vez aquí radica el origen de la identificación del alma con la sangre (Sal. 72:14); el alma está en la sangre (Lv. 17:10), y a veces se dice metafóricamente que la sangre es la vida misma (Lv. 17:14; Dt. 12:23). De todos estos pasajes se puede deducir que la néphesh es el principio de vida que se considera ligada a la sangre del ser vivo (Gn. 9:4-5).
Similitudes Hebreas
Hay en hebreo además otras palabras que tienen casi el mismo significado, como neshamah, que expresa un soplo divino vivificante (Zac. 12:1; Job 12:10), principio de vida racional, sensible e intelectual (Ez. 11:5; Is. 26:9; Pr. 15:1; Sal. 51:14). Otro término casi equivalente es rúaj, , que designa el soplo vital, el principio de la vida y de los sentimientos, el «espíritu» (Pr. 20:27). La Biblia no conoce una división radical entre el cuerpo y el alma del hombre: ambas dimensiones, espiritual y corporal, conviven en una simbiosis total. La distinción entre alma, espíritu y carne va dirigida a acentuar tal o cual aspecto del único ser que es el hombre.
Como poseedor de néphesh, el hombre es un ser vivo que debe su existencia a Dios y que es capaz de crear relaciones personales por medio de los sentimientos: debido al rúaj, el hombre es el testimonio vivo del poder de Dios, la expresión más elevada de la fuerza creadora de Dios. Néphesh y rúaj atestiguan más claramente la «proximidad» que existe entre Dios y el hombre; por otro lado, la carne demuestra que el hombre es un ser vivo que, como otras criaturas, tiene un cuerpo, una dimensión «material» que aunque le confiere cierta caducidad, no por ello le priva de dignidad ni le impide ser bueno a los ojos de Dios.
El Alma en el Antiguo y Nuevo Pacto
La Biblia, aunque excluye una visión dualista del hombre, se refiere indiscutiblemente a la presencia de dos dimensiones en el ser humano: la corporal y la espiritual, afirmando que, en virtud de esta última, el hombre es «imagen y semejanza» de Dios (Gn. 2:7; Lv. 17:11; Sal. 104:29-30; Job 10:9-12). En el Antiguo Pacto la néphesh sale del cuerpo con la muerte (Gn. 25:17-18), pero este término no se aplica al espíritu de los muertos. «Ya que la psicología hebrea no tenía una terminología semejante a la nuestra», la explicación debe buscarse en los pasajes donde se emplean las palabras hebreas traducidas por «corazón» y «espíritu».
Es preciso esperar a los tiempos del Nuevo Pacto, los de la plenitud de la revelación en Cristo, para tener una doctrina completa del alma. En el griego la palabra psykhê se usa como equivalente de la palabra hebrea néphesh, pero hay once casos en los evangelios sinópticos en que se expresa la seguridad de la vida después de la muerte. En los cuatro evangelios la palabra griega pneuma, que es equivalente del hebreo rúaj, también se emplea para indicar la vida espiritual, y la palabra kardía, («corazón») para expresar la vida psíquica del hombre.
En el Nuevo Pacto el alma es la parte invisible del hombre, en oposición a carne y sangre (Col. 2:5; 1 Co. 5:5; 7:34; Juan 6:64); la psykhé, el alma, es el principio de la voluntad y del querer (Mt. 26:41; Mc. 14:38), el centro de la personalidad íntima del hombre (1 Co. 2:1); el alma es nuestro propio yo (Ro. 8:16; 1 Co. 16:18; Gal. 6:18; Fil. 4:23). En el Nuevo Testamento, al contrario del Antiguo, el alma puede vivir separada del cuerpo y es el principio que le da vida (Lc. 8:55; 23:46; Hch. 7:59; Stg. 2:26). Claramente se habla de la supervivencia del alma (Lc. 23:46), entendida como sinónimo de espíritu, y cuando el apóstol Pablo habla de tres componentes del hombre, a saber: cuerpo, alma y espíritu, no debemos pensar en una verdadera tricotomía, sino en la distinción entre la vida biológica del hombre y su vida espiritual, ambas susceptibles de redención, porque Dios salva al hombre completo (1 Tesalonicenses 5:23); aunque ahora está sometido a la muerte, será transformado y revestido de inmortalidad al final de los tiempos (1 Co. 15:53).
El Alma ante la Muerte
La expresión de Pablo al comparar la muerte con un sueño (1 Co. 7:39) es una metáfora empleada ya por los judíos y que ciertamente aparece también en numerosas inscripciones de las catacumbas de las primeras generaciones cristianas. Con ella se expresa la firme convicción de que quienes duermen en el cuerpo ya han empezado ciertamente a gozar de la salvación de Dios. En este pasaje, como en otros, el apóstol supera las falsas concepciones que invadían el mundo helenístico en cuanto a la resurrección. Resucitará el hombre completo, en cuerpo y alma, porque la muerte no lo aniquila, ya que Dios lo hizo inmortal en la creación; recordemos que por el pecado la muerte entró en el mundo (1 Co. 15:22), y por Cristo entró la vida.
Aunque la Biblia no desarrolla la idea del alma de una manera abstracta como lo hace la filosofía, no obstante es bien claro que en el Nuevo Testamento el alma que anima al hombre terrenal lo sobrevive y lo animará cuando, ya transformado y revestido de inmortalidad, tenga la plena visión de Dios. Cuando Dios creó al hombre a su «imagen y semejanza» (Gn. 1:26), su alma, su vida, su carácter, su voluntad, su psicología, su personalidad total tenían rasgos divinos que el pecado destruyó.
El hombre, señor de la naturaleza, tiene un alma, una vida superior a la de los animales, sobre los cuales tiene dominio porque un acto de la voluntad soberana de Dios así lo ha dispuesto, permitiéndole enseñorearse de los demás seres y «llamarlos» por su nombre (Gn. 2:19). Su alma es, por tanto, superior y distinta a la de los demás seres. Los seres humanos, buenos y malos, resucitarán en su integridad al final de los tiempos (1 Cor. 15:45).
La Inmortalidad del Alma
Los hebreos no tenían el concepto de un alma inmortal que sobrevive a la muerte; no concebían al hombre como compuesto de alma y cuerpo, sino como un ser único e indiviso, aunque reconocían la inmaterialidad del espíritu como algo separado del cuerpo, a juzgar por su condenación explícita y tajante de la consulta a los espíritus difuntos. La esperanza del creyente ante la muerte, descansa en el poder de Dios que volverá a infundir su espíritu en el muerto, volverá a darle la vida, lo resucitará.
Inmortalidad del alma y resurrección del cuerpo son en principio, pues, dos imágenes totalmente diversas, que no tienen en realidad nada que ver entre sí. Ambas expresan la esperanza en que ha de haber una vida más allá de la muerte, pero formulada de muy distinta manera. Para los griegos, el principio que sobrevive a la muerte, se encuentra en el propio hombre: el hombre tiene un alma que es inmortal y que supera la muerte.
Para los hebreos, por el contrario, el principio de la inmortalidad es el poder recreador -resucitador de Dios. En la vida y en la muerte de Jesús se manifiesta de forma ejemplar que la muerte no es verdaderamente la realidad última. Dios es quien despierta a los muertos a una vida nueva e imperecedera. Según la concepción cristiana, pues, la base de la superación del poder de la muerte no se encuentra en el hombre (en la fuerza de su alma inmortal), sino en el poder de Dios, en su voluntad de hacer que el hombre viva y en la fidelidad con la que Dios cumple sus promesas. Por eso la esperanza del cristiano no esta en la posesión de un alma inmortal, es decir, en un principio imperecedero inherente a su naturaleza, sino en la resurrección, esto es, en el poder de Dios que restaura la vida.
Por eso no se halla en todo el Nuevo Pacto el más mínimo rastro de una esperanza puesta en el hombre, en la fuerza de su alma inmortal. La esperanza, por el contrario, se funda exclusivamente en la Resurrección de Jesús; la esperanza está puesta en el poder restaurador de Dios. La idea de una pura supervivencia del alma en Dios después de la muerte no toma realmente en serio ni la muerte ni su superación. Un alma que se separa alegre y feliz de los condicionamientos materiales del cuerpo y del mundo físico para seguir viviendo libre de la carga del cuerpo en un mundo celestial no se ve en realidad afectada por la muerte, no puede percibir cuanto en ella hay de trágico. Tampoco puede verse afectada por una esperanza en una restauración futura universal, dado que no la necesita, ya ha llegado a su plenitud. Según esta concepción, no es el hombre completo quien alcanza su plena realización, sino tan solo una parte.
Frente a ello, el anuncio cristiano hace hincapié desde un principio en la resurrección del cuerpo, es decir, en la restauración íntegra del ser humano, mediante la cual la muerte es vencida y el hombre recibe de Dios la plenitud para la cual está diseñado. Por otra parte, el cristianismo adopta y asimila determinados elementos del pensamiento griego. Mientras que los creyentes del Antiguo Pacto daban por supuesto, que la resurrección únicamente tendrá lugar al final de la historia (y hasta entonces los muertos seguirían existiendo en una especie de sueño, es decir, en una situación intermedia muy semejante a la nada). Para expresar que en el momento mismo de la muerte, tendría lugar el encuentro con Cristo y con Dios se podía perfectamente echar mano de las ideas griegas: en la muerte misma, y no solo al final de la historia, alcanza el hombre su destino definitivo.
Se llega así a una especie de «composición» de las imágenes de esperanza griega y hebrea: en la muerte encuentra ya el hombre su morada en Cristo; por eso se adopta la imagen platónica del alma inmortal que, en el momento mismo de la muerte, vuelve a habitar en el mundo divino. Pero al mismo tiempo se añade que el hombre solo alcanza su realización definitiva cuando, en su totalidad y con el mundo entero, recibe de Dios una nueva vida, es decir, que únicamente se realiza plena y definitivamente en la resurrección de la carne.