Describe la elevación de Jesucristo al cielo en presencia de sus discípulos 40 días después de su Resurección (Mc. 16:19; Lc. 24:51; Hch. 1:9-12), con lo cual corona su obra redentora y exalta su humanidad a la gloria de la vida divina. Jesús mismo la había anunciado en repetidas ocasiones (Lucas 9:31, Juan 6:62; 7:33, etc). Su prometido retorno en las nubes del cielo implica por lógica una ascensión previa (Mateo 24:30; 26:64). El término usado para «Ascensión» se deriva del latín ascendere, que significa «subir, dirigirse hacia arriba».
El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones que enfocan este acontecimiento desde perspectivas diversas:
a) «Exaltado» junto a Dios (Flp. 2:9; Hch. 2:33; Jn. 12:32-34)
b) «Glorificado» (Jn. 7: 39; 17:1)
c) «Entrar en su gloria» (Lc. 24:26)
d) «Voy al Padre» (Jn. 16:28)
e) «Subo al Padre» (Jn. 20:17)
f) «Llevado al cielo y sentado a la derecha de Dios» (Mc. 16:19)
g) «Penetró en los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (He. 1:3; 8:1; 12:2).
Con todo, Lucas es el único que nos narra con detalles la «ascensión visible» de Cristo al cielo. El resto de los escritos del Nuevo Testamento hablan de la Resurrección y exaltación de Cristo. El lenguaje empleado por Lucas debe ser interpretado de acuerdo al uso. Decir que fue elevado o que ascendió no implica necesariamente que se pueda localizar el cielo directamente encima de la Tierra; de la misma manera que las palabras «sentado a la derecha del Padre» no significan que esa sea realmente la ubicación de Cristo en los cielos.
Lucas habla de una «nube» no en tanto que fenómeno meteorológico, sino como símbolo de la presencia misteriosa de Dios (Hechos 1:9; Ex. 25:15; 1 R. 8:10); asimismo menciona dos ángeles, que también habían estado presentes en la Resurrección (Hechos 1:11), como intérpretes de los acontecimientos. «Este cuadro tan sobrio no se parece en nada a la exaltación de los héroes paganos mas conocidos, como Rómulo o Mitra, ni siquiera al precedente biblico de Elías».
Marcos alude brevemente a la Ascensión (Marcos 16:19), Mateo no la menciona expresamente, aunque la supone, ya que subraya la continua presencia del Señor resucitado en medio de los suyos hasta el fin de los tiempos (Mt 28:20). Juan la refiere como un hecho misterioso, no visible, que acontece después de la Resurrección (Jn. 20:17).
La predicación apostólica insistió desde el principio en la importancia de la Ascensión de Cristo como su victoria, de modo que adquiere así un valor salvífico, dado que alimenta la fe y la esperanza en Cristo, fundamento y meta de la salvación plena, escatológica (Juan 6:62). La Ascensión pone de manifiesto que la redención es el paso de este mundo de pecado al mundo de la gloria del Padre, es decir, una vuelta del hombre a Dios, un tránsito del reino de pecado y muerte al reino de libertad y vida. En relación con la Iglesia, los 40 días que Lucas interpone entre la Resurrección y la Ascensión someten y encierran todas las experiencias visionarias de los primeros cristianos al canon de la experiencia apostólica: «todo el tiempo que el Señor Jesús entró y salió entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan, hasta el día que fué recibido arriba de entre nosotros» (Hechos. 1:21-22). Dios ha hablado por medio del Hijo (Heb. 1:1) de un modo definitivo, completo. La revelación, como se dirá después, se cerró con la muerte del último de los apóstoles.
La Exaltación
La Ascensión tiene que relacionarse íntimamente con la Resurrección en tanto que tránsito, de Jesús de la situación de «humillación» a la de «exaltación» (Filipenses 2:5- 11). Debe entenderse que la Resurrección y la Ascensión son misterios diferentes que, en el plan salvador de Dios, están íntimamente relacionados.
La exaltación de Cristo, que comenzó el día de pascua, se hizo definitiva y totalmente manifiesta el día de la Ascensión. Entonces la victoria fue completa. Un único misterio pascual de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. La Ascensión significa la incorporación definitiva de la naturaleza humana de Cristo a la gloria oculta de la vida divina, que le pertenece en calidad de Hijo de Dios. Gracias a la fidelidad a su condición de criatura, Jesús consigue un señorío propiamente divino sobre toda la creación, que es el tema desarrollado por Pablo en Colosenses y Efesios.
Sentado desde entonces a la diestra de Dios ha recibido todo poder en el cielo y sobre la tierra (Mt. 28:18, Heb. 12:2). Este «sentarse» significa, no un descanso en un determinado lugar, sino el estado de dominio seguro y libre, al servicio de los suyos; habiendo traspasado el Santísimo Lugar, esto es, ante la misma presencia de Dios, cumple en favor de los creyentes su oficio de intercesor y de sumo sacerdote (Ro. 8:34; Heb. 7:25; 9:24). Ademas recibe del Padre, el Espíritu Santo prometido y lo da a la Iglesia con todos sus dones (Hechos 2:33).
Ahora el es nuestro abogado ante Dios, siempre dispuesto a aceptarnos ante el trono de la gracia (1 Juan 2:1; Hebreos 4:14-16). Allí en lo alto está preparándonos un lugar (Juan 14:2), esperando él mismo, el definitivo triunfo sobre todos sus enemigos (Heb. 10:12-13). Frente a la herejía colosense, que había rebajado a Cristo a un rango subalterno entre las jerarquías angélicas, al igual que todas las falsas enseñanzas actuales, Pablo reitera en forma categórica el triunfo de Cristo sobre los poderes celestiales (1 Cor. 15:24) afirmando que este triunfo ha sido ya adquirido por la cruz (Col. 2:15); Cristo señorea en los cielos por encima de los poderes, cualesquiera que sean, demostrándonos así la autoridad que hay en su Nombre (Ef. 1:20).